martes, julio 29, 2008

Concierto de Lenny Kravitz (Badalona 08/07/2008)

La revolución del amor desembarca donde Cristo perdió el gorro

Sin abandonar la dinámica que en el último año se está siguiendo en Barcelona, la gira de otra estrella internacional del mundo de la música llega a la Ciudad Condal en la víspera de un día laborable. Resulta paradójico que las autoridades recomienden a los ciudadanos el uso del transporte público, pero que cuando se organiza un evento de la magnitud de un concierto de la gira europea de Lenny Kravitz en Badalona un día entre semana, ni tan siquiera se facilite de alguna forma la llegada desde el lugar del concierto hasta el centro de Barcelona. Con el metro cerrado desde las doce de la noche, sin autobuses nocturnos que pasasen por la zona del Pavelló Olímpic de Badalona, sin apenas taxis circulando a esas horas y con tantísima gente buscando uno al mismo tiempo, los asistentes al magnífico concierto que ofreció el artista newyorkino aquella noche permanecimos abandonados en la calle durante largas horas, olvidando prácticamente el fantástico espectáculo que acabábamos de presenciar. Voy a hacer un esfuerzo para no cagarme en la madre de nadie y evitar posibles demandas, así que hablaré de lo verdaderamente importante que fue lo puramente musical.

Las puertas del recinto se abrieron con puntualidad y los teloneros, una banda compuesta por cuatro tipos vestidos de ninja y liderada por una rubia con trenzas vestida con un traje de novia rojo, subieron al escenario según el horario establecido. La actuación de estos, cuyo nombre desconozco y realmente me importa un pimiento, fue un terrible muermazo y no tuvo nada que ver con lo que podría haber sido si el telonero llega a ser Chris Cornell como previamente había sido anunciado. Aún así, la gente echaba fotos y grababa vídeos, supongo que por las exóticas indumentarias más que por su calidad musical.

Con media hora de retraso con respecto horario de comienzo del concierto, por los altavoces comenzaron a sonar los acordes de un tema con aires funky a la vez que toda la banda habitual de Lenny Kravitz iba ocupando su posición en el escenario. Finalmente, con su Gibson Flyin’ V negra de purpurina colgada del cuello y vestido con pantalones de pitillo, botines de punta, levita de piel y unas gafas de sol negras que le duraron pocos segundos en la cara al salirles volando en uno de sus primeros movimientos de cabeza, apareció Lenny Kravitz para recibir la ovación del público y dar comienzo al show con “Bring it on”. Los 6.000 espectadores que se dieron cita en el pabellón se volvieron locos y el bosque de brazos levantados fotografiando y grabando con cámaras de fotos y teléfonos móviles prácticamente no dejaba ver a los músicos. Tras un excesivamente largo “Bring it on”, Kravitz y sus muchachos continuaron con algunos de sus clásicos como “Always on the run”, “Dig in”, “Fields of joy” o “It ain’t over ‘til it’s over”, dando una auténtica lección desde un principio de cómo se canta y cómo se hace música en directo.

A estas alturas del concierto Lenny Kravitz ya tenía a toda la audiencia en el bolsillo pero acabó de ganársela del todo halagando las grandezas de la ciudad de Barcelona y felicitando a los españoles por “patear en el culo” (literal) a toda Europa deportivamente hablando, tanto en el fútbol como en el tenis. Estaba pletórico y se le veía a gusto, encantado de estar en la ciudad donde un día quiso comprarse un apartamento, y así lo demostraba durante todo el concierto acercándose al público, tendiendo la mano a las primeras filas y subiéndose en las pasarelas laterales del escenario para estar más cerca de su público.

Tras este primer bloque de grandes éxitos de su carrera les llegó el turno al funky “Dancing til dawn” y al rock n’ roll “Love, love, love”, ambos publicados en su último trabajo discográfico “It’s time for a love revolution”. A continuación vendrían “Be” (con un eterno solo de trompeta) y “Stillness of heart”, temas que darían paso a “I’ll be waiting” interpretado por un Lenny Kravitz sentado delante de su horterísimo piano transparente con acabados dorados y luminosos. Así llegábamos prácticamente al ecuador del concierto.

La última parte antes de que la banda se retirara a los camerinos por primera vez estuvo compuesta por tres de los más recientes éxitos de Lenny Kravitz como “Where are we running”, la versión de los míticos Guest Who “American woman” y el coreado “Fly away”. Tras ellos llegó uno de los momentos estelares de la noche, la puesta en escena del tema “Let love rule” que fue alargado más de dieciocho minutos y durante el cual Lenny Kravitz bajó al nivel del público para subirse por las gradas e introducirse entre medio de la gente cual mesias ante sus fieles, con robo de abanico a una de sus fans incluido. La verdad es que el tema se hizo demasiado largo y no hubiera estado mal acortarlo un poco para, o bien interpretar más temas en el mismo espacio de tiempo o en todo caso acabar antes la actuación dadas las horas que eran. Tras este momento de catarsis, el grueso del espectáculo llegaba a su fin con el tema que da nombre al último álbum y a la gira de Lenny Kravitz, “Love revolution”.

Estaba claro que el concierto no podía acabar de esta forma, así que Lenny y su banda volvieron al escenario para hacer dos bises más, el primero de ellos interpretando “Believe”, donde Craig Ross se salió en el solo de guitarra; y el segundo y último el esperadísimo por todos “Are you gonna go my way”. Sin duda fue una formidable manera de bordar la espléndida actuación de uno de los grandes del mundo de la música actual.

Muchos han acusado a Lenny Kravitz de repetitivo, de comercial, de poco original y de dejar ver demasiado sus influencias en sus canciones, en su sonido y en su actitud en el escenario; pero lo único cierto y lo verdaderamente importante cuando uno se gasta 45 Euros en la entrada de un concierto es que, tanto él como la magnífica y profesional banda que le acompaña (empezando por el guitarra Craig Ross, acabando por la veterana sección de vientos y pasando por la sólida parte rítmica), dieron un auténtico espectáculo de rock n’ roll, funky y soul que muchos tardaremos en olvidar. Un diez para el tío Lenny.

El Artista Multimedia del Bajo Aragón

domingo, julio 27, 2008

Concierto de Bellrays (Granada 18/06/2008)

Bellrays: La chica es guerrera

Por qué negarlo. El mundo del rock es machista por tradición y códigos. Existe una descompensación de género brutal entre iconos de ambos sexos. Por eso, asombra la figura de Lisa Kekaula, una vocalista de color y arrobas que concentra todas las virtudes del manual del buen ‘front-man’. En las dos últimas décadas ha consolidado una marca que, a pesar de las variaciones en la formación, encarna el empuje y el arrojo del rock de Detroit, la afectación del soul, la inmediatez del riff y la profundidad de aristas del linaje afroamericano.

Sin pelo en pecho ni ‘baby’ a quien apelar, al concierto de Bellrays sólo le faltó una banda de metales para rozar lo sublime. Los californianos se encontraron una sala El Tren llena, agitada por la victoria ‘in extremis’ de España ante Grecia –que pudieron seguir en una pantalla gigante– y ya sudados tras la actuación de los teloneros –también de protagonismo femenino–, The Ettes. Presentaron su último trabajo, ‘Hard, sweet and sticky’, o sea, duro, dulce y pegajoso, que es como definen su sonido. La mezcla que algún rocker equiparó a lo que saldría si alguna vez Tina Turner se aliara con Motörhead.

Sirvieron trallazos de su flamante cancionero, como ‘The same way’ o ‘Psychotic hate man’, apisonadoras de rock n’ roll que con las grietas de la garganta de Kekaula ganan en intensidad y hasta en credibilidad. Incluso la vertiente soulera de temas como ‘The fire next time’, con esa evocadora sofisticación, se vio teñida por la torrencial descarga de voltaje. Nadie echó en falta la garrafa de testosterona. Sobraron ovarios.

Eduardo Tébar

martes, julio 15, 2008

Concierto de Bob Dylan (Jaén 05/07/2008)

Bob Dylan: Su causa es el blues

La recóndita superficie del ferial de Jaén acogió un recital del escritor de canciones más influyente de la historia del rock. Suena extraño, pero ya nos vamos acostumbrando a estas inverosimilitudes materializadas por obra y gracia del caudal público. Escenificado entre olivos, Dylan no pronunció ni una palabra sobre las delicias del aceite autóctono. El PP de la capital acusa al Ayuntamiento de despilfarrar los 406.000 euros que Zimmerman cobró por el bolo. Pero que nadie se engañe. Bob pasa cuatro pueblos del agua de Zaragoza y de la privilegiada agricultura jienense. Como tampoco picha en su programa de radio a Amaral o a Quique González, su telonero en el enclave andaluz. Al cantautor, como a cualquier otro trabajador, le gusta hacer caja y emigra a los destinos donde mejor pagan. Las causas loables dejaron de suponer un estímulo creíble más o menos cuando grabó ‘Hurricane’.

En el repertorio del Bob Dylan de 67 años no aparece la proclama a Huracán Carter. Ni siquiera las múltiples alusiones españolas de su cancionero –Madrid, Barcelona o Durango han sido espacios recurrentes en sus relatos–. El de Duluth se aferra al blues en el crepúsculo de su carrera. A la raíz de la música popular norteamericana, que explora con cariz de alumno aventajado, como un ratón de biblioteca que se niega a abandonar una búsqueda interminable. En su caso, un tour que no se acaba nunca. La luctuosa banda que le sigue ejecuta con obediencia y destreza el sonido primigenio que quiere el jefe. Un ‘swingueante’ rock n’ roll de entreguerras que se recibe con decoro y suavidad gracias a la prodigiosa pericia de instrumentistas como Denny Freeman a las seis cuerdas.

El autor de ‘Blonde on blonde’ presenta irreconocibles autoversiones de la rama más blues-rock de su temario. Es cierto. Aunque nadie ha subrayado el hecho de que calque con una precisión propia de John Myatt piezas de ‘Modern times’ como ‘Rollin’ and tumblin’, que beben directamente de las aguas de Muddy Waters. ¿Conclusión? La veterana estrella ha encontrado un sitio confortable entre los vetustos vinilos. Y saca brillo a las secuencias melódicas de la América profunda con su inabarcable manantial literario. A pesar de que su vocalización resulte pésima y de sus lacónicos fraseos de garganta de lija.

Dylan aguantó de pie en el teclado durante todo el concierto. Regaló contadas sonrisas a la audiencia. Y cuando caminó por el escenario, lo hizo con andares de granuja pinturero. El público cazó al vuelo las del último disco. Intuyó ‘Lay, lady, lay’, ‘Memphis blues again’, ‘Highway 61 revisited’ y la oscarizada ‘Things have changed’. Del resto se rascó poco, si bien ese final con ‘Like a rolling stone’ supo a golosina de premio. Con la graciosa síncopa de verse uno cantando el clásico a la manera del álbum mientras el compositor de la pieza casi la leía en plan informativo. Con todo, los 5.000 asistentes salieron contentos y con la sensación de sueño cumplido, aunque quizá a destiempo. Acceder a Bob exige esfuerzo y cierta cultura. Alguno se quedó solo llamando a las puertas del cielo. Ah, pero nadie le llamó Judas.

SET LIST:

• Watching the river flow
• Lay, lady, lay
• The levee’s gonna break
• Stuck inside of mobile with the Memphis blues again
• Moonlight
• Rollin’ and tumblin’
• Workingman’s blues #2
• Things have changed
• The lonesome death of Hattie Carroll
• It’s alright, Ma (I'm only bleeding)
• Spirit on the water
• Highway 61 revisited
• Ballad of Hollis Brown
• Summer days
• Ain’t talkin’

• Thunder on the mountain
• Like a rolling stone


Eduardo Tébar

sábado, julio 05, 2008

Concierto de Jean Michel Jarre (Barcelona 21/04/2008)

La sombra de ti mismo

Con motivo de la reciente celebración de los treinta años de la publicación de “Oxygène”, y después de haber realizado grandes hazañas dignas de figurar en los Record Guiness, Jean Michel Jarre huye de los enormes estadios y lugares públicos/míticos (pirámides de Egipto, por poner un caso) para dejarnos entrever su lado más íntimo, menos automático y más artesanal.

El concierto empezó con un leve retraso de unos diez minutos, absolutamente perdonables, mientras el respetable, desesperado por haber dejado pasar quince años desde que tocó por última vez en la Ciudad Condal, parecía una olla a presión a punto de reventar. Eso sí, con la justa elegancia y contención, que para algo estábamos en el Liceu.

Si bien todos los ojos estaban puestos en el escenario, del cual el que escribe no tenía ni idea de cómo sería, me sorprendió (y creo que a todos los que esperábamos) que la estrella mediática que es Jarre apareciera en el escenario desde el pasillo central del patio de butacas, estrechando manos y hablando una mezcla de inglés-catalán-francés, desapareciendo brevemente por su derecha para reaparecer de nuevo, y sin dejar de hablar pese a los aplausos, en el escenario. Éste estaba compuesto por cuatro “islas” de sintetizadores de hace treinta años, auténticas joyas de la época que el bueno de Jarre tenía en su estudio. Como es evidente, las tres “islas” de atrás estaban ocupadas por los miembros integrantes del equipo: Francis Rimbert, Dominique Perrier y Claude Samara, los cuales dejaban en un primer plano a Jarre, instalado a su vez en su “isla” particular, mucho más grande y con una salida que le posibilitaba la interacción con el público y los solos en momentos tan memorables como el del Theremin, el del Moog o el de la especie de guitarra digital que se asemejaba a un tubo.

Bien, todo lo anterior no es nada demasiado diferente al concierto que se proyectó en los cines hace unos meses y que se editó después en DVD con varios formatos (incluido uno en 3D) con el nombre de “Jean Michel Jarre, Oxygène: Live in your living room”, pero la verdad es que el concierto fue memorable por varias razones aunque se podrían destacar tres.

La primera ya la he comentado: el hecho de contar con la presencia de una leyenda a menos de cinco metros del que escribe (esto, evidentemente es una razón puramente subjetiva) y poder sentir el calor de las piezas tocadas en directo, equivocándose en algunos pasajes (improvisando y, a veces, alargando casi innecesariamente algo que ya de por sí es magnífico en su concepción original).

La segunda razón, sin duda más técnica, es la de ver esas maravillas electrónicas en funcionamiento. Cabe decir que al final del concierto, a modo de bis, se improvisó una tarima en la que Jean Michel Jarre tocó “Oxygène 13” con tan solo dos teclados, en los que tenía previamente pregrabados secuencias, ritmos, sonidos, etc., lo que da que pensar, teniendo en cuenta que momentos antes habían sido necesarios aproximadamente veinte aparatos y cuatro personas para ofrecer el mismo resultado.

Y, sin duda, la tercera razón (pero no por ello menos importante) es la de poder constatar que hay un numeroso público seguidor de este “congregador” de masas que le está ayudando a conseguir lo que se proponía al empezar la gira: el poder acercar su música de un modo más personal, más “íntimo” si se quiere, al público.

En el aforo había desde los típicos seguidores entusiastas, que echarán de menos en esta crónica un examen exhaustivo de los instrumentos que usa Jean Michel Jarre y su equipo, pero para eso está Internet; hasta familias con sus hijos los cuales no habían nacido cuando se publicó “Concerts in China” (1983). Es decir, una amplia variedad de edades.

Todos los temas del concierto fueron espectaculares, aunque sólo fuera por la calidad de sonido (excelente) y la sobriedad del escenario (apenas un espejo compuesto por seis partes algo “castigadas” en alguna de sus esquinas y una pantalla que casi al final proyectó un viaje virtual a través del cráneo de “Oxygène” además de alguna que otra animación). Por otra parte estaba la luz, muy bien compuesta, muy bien sincronizada con la música y, definitivamente, sobria y elegante.

Como resumen final me gustaría permitirme una pequeña excentricidad: el concierto tuvo cierto aire encantador, decadente si se quiere, si no tenemos en cuenta algunos momentos (Jean Michel Jarre yéndose un poco demasiado por las ramas en los solos con el Theremin o el Moog, dándose a doblarse casi por la mitad “exprimiendo” los instrumentos, o saltando en determinados momentos para alentar al público).

El ambiente del Liceu, las butacas, la perspectiva desde uno de los palcos, el Jarre hierático atenazando los botones de sus reliquias instrumentales, los tres acompañantes, sobrios, pausados, eficientes, sin hablar y sin gestos exagerados, los dedos casi danzando en los teclados y la oscuridad de ciertos pasajes daban cierto aire extraño al conjunto, casi atemporal. Quedé bastante asombrado de reencontrar a un Jean Michel Jarre tan situado, tan autolimitado, disfrutando realmente de lo que hacía y acordándose, de vez en cuando, del público y de lo que le ha permitido la fama: ser ahora (de momento) un auténtico dinosaurio (en el mejor de los sentidos) al margen de lo comercial, demostrándonos que, señores, esto fue su principio, ha viajado en el tiempo y lo que ven no es sino la sombra de sí mismo.

El Incal Negro